domingo, 12 de febrero de 2017

12 de febrero de 2014.

Hace tres años que comenzaron las protestas que serían el supuesto final. Fui de las que protestó todos los días, salíamos de Altamira aniquilados, y ya cuando estábamos por las Mercedes, restaurantes y centros comerciales como si nada. Fueron meses en los que arriesgué mi vida día tras día, mientras muchos aprovechaban el día libre para ir al cine o a comer. 

Hoy recuerdo esos días y se me cruza la rabia con la nostalgia, y la alegría de haber ayudado todo lo que pude. Me llena recordar como, a pesar de la indiferencia que veía, veía tanto amor. 
Las señoras que bajaban comida. 
Abuelitas que te regalaban un rosario o una estampita.
Abrazos con llanto de mamás que no conocíamos, llamándonos "héroes". 
Los vecinos gritando cuando llegaba la guardia. 
Todas las familias que nos abrieron las puertas, porque la velocidad de las motos fue mucho mayor que la de nuestros pies. 
Los mil y un grupos que tuve en WhatsApp, en los que conocí gente estupenda que daba todo por Venezuela. 
Las máscaras de gas caseras. 
Las bombas molotov. 
La búsqueda de gaveras vacías y clavos. 
Amarrar cuerdas de acera a acera para que las motos tardaran en alcanzarnos.
El bendito Malox. 
Ver cómo los trabajadores del Metro nos cerraban las puertas y seguir corriendo, rogando que la siguiente estación aún tuviese acceso. 
Los raspones en las rodillas y los blue jeanes rotos. 
Las conversaciones con la Gurdia Nacional. 
El llanto de una Guardia al preguntarle si era feliz con lo que hacía. 
Las mil llamadas preguntándome si estaba bien, y las otras mil regañándome por seguir protestando. 
Los escritos de ánimo y agradecimiento que recibía de personas que ni conocía. 
Todos los "las mujeres van pa'trás, ¿qué haces aquí, chama?".
Los "Eugenia, saliste en televisión"
Los escuderos. 
Los pañitos con vinagre. 
Las manos sucias. 
Ayudar a desconocidos a conseguir a alguien, rogando que no se lo hubiese llevado una moto.
Revisar la lista de los detenidos y rogar que no fuese otro de nuestros amigos.
El sonido de las motos. 
El sonido de las bombas.

Llegar a mi casa y llorar porque sentía que a nadie le importaba además de a nosotros, llorar indignada por la indiferencia y por sentir que mi ayuda no era suficiente. 
Llorar porque cada vez éramos menos, porque cada vez nos quedábamos más solos. Cada vez cubríamos menos calles, cada vez las listas de detenidos eran más largas, y cada vez habían más motos y menos Malox. 

Sentíamos que teníamos a Venezuela montada en la espalda y los que estaban de nuestro lado, no hacían más que vernos cargarla. Arriesgábamos nuestra vida mientras otros estaban contentos por sus días libres. Y aunque es un cliché, corroboré entonces, que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. 

Entre las cosas que recuerdo indignada, salen a flote muchísimas más que recuerdo con una sonrisa. Las personas que me ayudaban sin esperar nada, que aún recuerdo agradecida, son las que me hacen creer que en Venezuela aun quizás haya un chance, por más negro que se vea el camino. Personas que sin saber nada de mí, más que quería un mejor país, decidieron que yo me merecía lo mejor de ellos. Ser venezolanos y luchar por lo que queríamos, era razón suficiente para ayudarnos y protegernos como hermanos. 

El día de al juventud para mí no significaba nada hasta hace tres años. Hoy está lleno de recuerdos duros, pero lindos. Feliz día.

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